Puede que el mío sea un humor esquimal, pero siempre me han dado mucha gracia los coterráneos que se van a La Habana para en seguida inscribirse en algo así como un movimiento de camagüeyanos en la capital.
El asunto tiene su pompa, según se oye desde acá, y en pleno Parque Agramonte uno hasta se acompleja de no ser tan camagüeyano como aquellos que decidieron arrostrarlo todo con tal de instalarse 500 kilómetros al Oeste.
Porque los comprovincianos ausentes tienen una especie de tácito decálogo de la camagüeyaneidad (sí, ya sé que el término se las trae, pero recuerden que los académicos tienen que vivir) capaz de medir en milígramos y amperes, en arrobas y nudos, en mazos y jarritos, qué tan pura sangre es cada uno a ese respecto.
Yo trabajo a una cuadra de donde nació El Mayor, muy cerca de las casas natales de Nicolás Guillén, Carlos J.Finlay, La Avellaneda, Enrique José Varona y Aurelia Castillo, pero ese barrio de ilustres no alcanza a autentificarme.
Todavía, si me arriesgo, puedo tomar agua de tinajón y salir ileso de ese lance. Y de entre la maleza auditiva de los reguetones aun puedo sacar en los diálogos de esta comarca expresiones francamente cervantinas, sin embargo no es suficiente. No califico.
No tengo la menor idea de en qué sitio se sentirá plenamente realizado un habanero, pero estoy convencido de que quien quiera ser un camagüeyano completo tiene que irse a La Habana, a todas luces el mejor lugar del mundo para sentirse camagüeyano.
Los hipercamagüeyanos vienen como turistas intranjeros en fechas gloriosas o durante sus vacaciones y con aval de otra parte se agencian los mayores reconocimientos de esta tierra que tanto les agradece su curso de camagüeyaneidad por encuentros.
Así se ha ido formando frente al Morro una legión tan grande de camagüeyanos que no estoy seguro quepa en su provincia de origen, la más grande de Cuba, sea dicho de paso. No quiero pensar qué ocurrirá cuando la vieja Santa María del Puerto del Príncipe cumpla sus 500 años en febrero del 2014. Parafraseando a Formell: ¡no hay vaca pa’ tanta gente!
Nadie tome a mal esta estampa sociológica. Les soy sincero: también yo tengo mi corazoncito; a cada rato me levanto con tremendas ganas de hacerme camagüeyano, pero señores, La Habana queda muy lejos y el transporte está difícil.
Tú eres de esos camagüeyanos de marca, nunca lo dudes... mariposas
ResponderEliminarGracias, Carmen Lu. Tu bondad honra esta ciudad nuestra.
EliminarMila, amigo mío, por suerte el agua de tinajón aún no caduca a plenitud en su sortilegio de retenernos (a foráneos y no) en esta tierra. Los de acá ahora allá, supongo que los habrá mercachifles de su gentilicio como cuentas, pero también supongo a algunos verdaderamente prendidos de sus nostalgias. No todo el mundo aguanta estoicamente el olvido y la eterna y fulminante modorra de esta ciudad que tanto amamos (sé que tú mucho y yo también). Y la gente se va, en busca de un sueño que no hay todavía... qué se puede hacer! Si algún día me voy yo, me lo perdonarías???
ResponderEliminar¡Qué boba eres, María A.! ¿Qué habré de perdonar? No me preocupa que la gente se mueva a aquí o allá. La vida nació del movimiento, y la civilización igual. Me asombra un tantillo, eso sí, cuando veo que alguien nos da recetas de lugareños a quienes no dejamos el lugar, y me disgusta que mucha gente buena, por el solo "defecto" de quedarse en Camagüey, pase por la vida demasiado inadvertida mientras se da pompa a cualquiera que llegue de "la capital". Pero es solo una estampa; nada más. Sigamos, con gusto, lustrando adoquines de nuestro Camagüey.
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EliminarFlaco estás en líos con los habagüeyanos que hasta industrialistas se vuelven algunos. Que tal si hacemos un club de los que se cayeron en el tinajón y por eso nunca dejamos de pulir, orgullosos, los adoquines. Como Obelix el de los muñe, que se cayó en la olla de poción mágica y quedó fuerte para siempre
ResponderEliminarEse club se puede hacer. Mira, lo hacemos y damos las reuniones en la capital del país.
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