Ahí
está, como siempre, asediando los carros más brillantes, sin
embargo no pide dinero; lo suyo es otra cosa: cámara en mano, se
dedica a fotografiar a los extraños, a los blanquísimos, a los
obesos. Tira una foto, y otra, y otra más...
Sus
aseguramientos profesionales —trípode
raro, más que exclusivos limpia lentes, bolsa sui generis...—
le aguardan tranquilos en la esquina; algo tendrán para que estén a
salvo, para que, en horas, a nadie se le ocurra echarles mano.
De
repente deja de perseguir a algún “famoso” que pasa con su
chica, abandona la pista de un grupo parrandero y entra al
establecimiento comercial; también allí hace sesión de fotos:
congela en clicks la imagen de vidrieras, de gente que compra no
importa qué, de qués que compran no importa gente, de risas sin
recato que apuntan directamente al rostro del fotógrafo.
El
sol se agota, la luna va alumbrando, y él simplemente regresa a su
rincón, recoge el rústico báculo, la jaba vieja, los trapos
sucios. Él aprieta en sus manos la cámara inservible y sueña con
las fotos de mañana.
Es
solo uno que estrelló su cabeza —que dio con las estrellas, o que
vive entre ellas—, un ser olvidadizo que perdió la razón en
cualquier sitio y en el trance halló el sueño de hacerse un gran
turista. Es solo un desquiciado, un loco, un demente... un colega al
que casi nadie reconoce.
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