jueves, 4 de abril de 2013

Paparazzi

Ahí está, como siempre, asediando los carros más brillantes, sin embargo no pide dinero; lo suyo es otra cosa: cámara en mano, se dedica a fotografiar a los extraños, a los blanquísimos, a los obesos. Tira una foto, y otra, y otra más...

Sus aseguramientos profesionales —trípode raro, más que exclusivos limpia lentes, bolsa sui generis...— le aguardan tranquilos en la esquina; algo tendrán para que estén a salvo, para que, en horas, a nadie se le ocurra echarles mano.

De repente deja de perseguir a algún “famoso” que pasa con su chica, abandona la pista de un grupo parrandero y entra al establecimiento comercial; también allí hace sesión de fotos: congela en clicks la imagen de vidrieras, de gente que compra no importa qué, de qués que compran no importa gente, de risas sin recato que apuntan directamente al rostro del fotógrafo.

El sol se agota, la luna va alumbrando, y él simplemente regresa a su rincón, recoge el rústico báculo, la jaba vieja, los trapos sucios. Él aprieta en sus manos la cámara inservible y sueña con las fotos de mañana.

Es solo uno que estrelló su cabeza —que dio con las estrellas, o que vive entre ellas—, un ser olvidadizo que perdió la razón en cualquier sitio y en el trance halló el sueño de hacerse un gran turista. Es solo un desquiciado, un loco, un demente... un colega al que casi nadie reconoce.

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