Tras una vida ya larga sin mirarlos, hoy tropecé en algún lugar con un espejo. Tropezamos los dos: el otro y yo, y en ambos descubrí idéntico recelo. Él me miraba a hurtadillas; de soslayo espiaba yo sus movimientos. Y en el centro, aquel doble agente que nos vigila a todos sin servir a ninguno, pues no acepta gobierno.
Mientras los dos callábamos, el cristal, mediador vanidoso, se puso a despotricar a ambos extremos: habló
de mis canas, apurada blancura en mi cabeza que amenaza tragarse el ya menguado
negro; y de su delgadez de azogue que le hace difícil hallar adecuada talla de
espejo. Habló de mis prisas eternas que lastiman su ególatra calma de bello
feudo; y del ancestral cansancio de su vida que contradice el extendido discurso
del festejo.
Por un instante, el frívolo calló y miró. Miró y pensó.
Pensó y halló una coincidencia que nos hacía gemelos:
—Los ojos, los ojos son —dijo con doctísima pose, con calma
y sin pudor, sin ningún miedo— dos pares de tazas café, de idéntica amargura. Tal
vez ella quisiera si fueran otros ojos, tal vez…
Fue entonces que ambos, sin dejarlo acabar, salimos
disparados en sentido contrario, seguramente a buscarnos nuevos ojos para seguir
mirando tercamente a la misma mujer.
Oye, que lindo te quedó eso. Lo comparto en FBook, donde no voy a conocer gente, solo a compartir con mis amigos de siempre que está algo lejos....
ResponderEliminarPues gracias por eso. Tampoco yo me tomo Facebook muy a pecho.
EliminarEl café, querido Enrique, quita el sueño, no cambies su adicción.
ResponderEliminarMarian, ¿eres tú de verdad? Ese espejo debe ser mágico. Un abrazo.
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