Generosa como es, me regaló una manzana. Conociendo su paladar de cristal, su apetito milimétrico, su afición al misterio gastronómico y al detalle natural, yo debería saber que se ha quitado un tesoro y estar más que agradecido. Pero no, no agradezco ni un poquito.
Horas después, mientras camino y devoro esa maravilla que un
ignoto campesino sembró, nunca para mí, yo reboso ingratitud.
De a poquitos, la fruta perece en mi boca y solo pienso en
que quiero que ella me obsequie un campo infinito —en el que se pierda la vista
y hasta se pierda la vida— donde me invite a legalizar, una por una, toda manzana prohibida del mundo.
Ay Enrique, ten cuidado, las manzadas acarrean guerras.
ResponderEliminarSí, Marian: si se busca en los campos de batalla, se verá que toda guerra comenzó por la posesión de una manzana.
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