Orfeo
Evidentemente, todavía, todos le
piden autógrafo a Ulises. Todos mantienen la fascinación homérica por el hombre
que armó el caballo del engaño para galopar sobre los muros de Troya y
mató y venció y se fue de vuelta de vuelta a casa sobre la marea más larga que
se haya conocido.
Todos
se inclinan ante el macho que desafió a Poseidón y navegó seguro, en medio de
las angustias, porque sabía que una reina esperaba por él trenzando los
rarísimos hilos del amor (escasos ya en esa época).
Todos quisieran tocar su
barba marinera y hacerle una interview de cuatro páginas ahí mismo, al pie del
muelle de Ítaca, para preguntarle al hombre qué significó el viaje para
él, atleta tan cercano del podio de los dioses.
Reconozcámoslo:
ni usted, ni el otro, ni aquella… ni yo, nos apartamos del coro. Alabamos sin
fin el clásico ardid del guerrero que para evadir los cantos de sirenas se
amarró al mástil y taponó con cera sus oídos.
—¡Qué
maravilla, Uli! –repetimos por siglos, en pose de íntimos.
Entre
las infinitas reimpresiones de La
Ilíada, nadie parece acordarse de Orfeo, un griego de otra
historia, que solo con su lira enamoró a la bella Eurícide y, cuando fue al
mismísimo inframundo a rescatarla, adormeció a Cerbero con pura melodía.
Gracias a Orfeo los argonautas de Jasón pasaron ilesos por entre las
sirenas, no porque se taparan los oídos o se ataran con cuerdas sino, por el
contrario, porque hicieron una fiesta de sensibilidad.
Orfeo
venció el arrullo de las sirenas tocando una música más hermosa que la de
ellas. Aunque no le persigan paparazzis, Orfeo tiene mucho que enseñarnos. El
mero melodrama no parece rendirse, el público se derrite con la hazaña bélica y
ama la espada y la sangre y la lágrima de artificio, pero lo esencial casi
nunca está ahí. A menudo, lo que más hace falta es una lira.
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