Como si me siguiera por la arena fangosa del litoral
pesquero en que nací, pisando una tras otra mis múltiples huellas de animal
marino, Daniel se me parece en todo, en los gestos y en los actos, en el
aspecto y en el corazón, hasta en la propensión al dolor y en esa
incomprensible puntería para los trillos difíciles.
Con pies del tamaño de los míos, mis marcas por la vida le ajustan perfectamente, suerte de zapato al tobillo de un niño modesto que esconde dentro un buen príncipe.
Con pies del tamaño de los míos, mis marcas por la vida le ajustan perfectamente, suerte de zapato al tobillo de un niño modesto que esconde dentro un buen príncipe.
Pichón emplumado ya, un día mi hijo emprendió el vuelo y empezó, en la playa compleja que es la vida, su propia marcha: se inclinó por la Física y desde entonces vimos en la orilla hoy lejana de mi Santa Cruz del Sur —origen y metáfora eterna de mi existencia— que mis talones y los suyos dejaban trazas cercanas pero distintas: rastro de aprendiz de escriba, el que estampo; estela de joven de ciencia, la que imprime.
Daniel ha dedicado todo su preuniversitario, que ya acaba, a prepararse para concursos que ha ganado y perdido, como todo campeón. Cierta vez me contó, con esa grave seriedad que nos invade, que en esa escuela suya por la que yo antes pasé, más de un amigo le decía Irodov, en alusión a un gran físico ruso que no conozco, autor de libros que jamás vi y que no me desvivo por comprar. Me lo reveló mi hijo y, frente a su cara de reserva, no pude menos que sonreír, orgulloso de ser «papá» de un ruso desconocido.
Hace pocas noches, para que viera que en el mundo también hay una belleza enorme que no cabe en números, no vive en laboratorios ni acepta leyes estrictas, le di a leer relatos de Monterroso seleccionados por mí. Nada de El dinosaurio: yo no quería espantarlo. Él tomó el libro con cierta precaución, como un objeto que requería examen muy detenido. Yo lo observaba como si fuera el científico de la familia: se sonrió con El eclipse y con La oveja negra. Y Mister Taylor le pareció algo raro. ¿Ves qué rareza divina?, le dije, y ahí dejamos el experimento.
Ahora que apunta a la universidad, mi muchacho consiguió el segundo lugar en la preselección que prepara a jóvenes seleccionados de toda Cuba y lo abracé varias veces, honrado de que me deje parecerme a él, de que perdone mis malacrianzas y de que me haya formado como un buen padre. En unos meses, Daniel pudiera viajar el mundo —haciendo del vuelo con alas más que una metáfora— para representar en un evento importante a este país de tanta playa. Para cuando lo haga, yo solo pido que nunca pierda en la arena las huellas de su padre.
Ay, querido Kike, suerte de padre que tiene tu Daniel.
ResponderEliminarLa suerte es mía, muchacha. ¡Qué bueno sentirte ahí, al otro lado de la orilla! Un abrazo.
EliminarMi querido Mila, ¿viste?, no podía ser de otra manera. Sabía todo saldría bien y así fue. Un Papá como tú y un Hijo como Daniel lo merecen, los dos. ¿Que se parecen?, y mucho, para suerte de él y tuya. No solo abrázalo de nuestra parte, también bésalo...
ResponderEliminarGracias Cuqui. Ahora apareció otro problema burocrático, pero creo que se resolverá. Daniel está feliz y yo, orgulloso. Él merecía un resultado así. Ya te contaré. Tres abrazos.
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