A
través de un amigo común —los amigos comunes son algo así como
afectos de doble tracción— Luis Sexto me premia a distancia con
un libro autografiado. Sexto y yo fuéramos colegas, de no ser porque
trabajamos en distintas dimensiones: él se mueve en letras de
grandezas, yo apenas comienzo un abecedario desconocido. Mientras yo
avance él ascenderá, así que estamos condenados al
descompañerismo.
Quizás
sea por esa circunstancia que Luis me sobrelleve y en su dedicatoria
adjudique prosapias a mi apellido.
—Soy
Milanés -le digo al teléfono, después del saludo, y el maestro
replica con su humor.
—¿José
Jacinto...?
—No,
Federico.
—¿El
más cuerdo de los dos..?
—No,
el menos loco -respondo en broma.
Realmente,
apenas soy Enrique, y más que en la mutua reverencia a esos pilares,
la charla nace en mi agradecimiento. Quiero agradecerle el regalo de
sus Estaciones del ocaso, un poemario delgado como yo,
discreto como él, que bajo su firma salió recientemente.
Mi
flacuencia está fuera de toda reflexión, es tan amplia que no
merece comentarios, pero la discreción de su cuaderno exige ser
explicada. En unas pocas páginas, sesenta y tantas de ellas, Sexto
me ha devuelto el aroma real de la poesía, a menudo secuestrado —les
digo y le dije— por tanto arquitecto de fonemas de empaque
petrolero.
Sus
poemas son susurros aliados de firmezas. No hay afectación, no hay
poses; cuando uno los lee no imagina al autor con ojos entornados. No
es la suya criatura de feria, sino dama de intimidad, ese espacio del
cual nunca debieron sacar en venta la poesía. Es él, el hombre
que sin ruidos aprendió a canjearle a la vida cabellos por ideas.
Su
poemario rezuma claridad, con ele y sin ella, todo un bálsamo,
porque la primera misión de la poesía —aun para mí que, les digo
y le dije, soy un docto analfabeto en la materia— debe ser regalar
el amor a cualquier pecho.
Entonces,
en textos cortos que remiten a su raíz periodística transcurren
unas con otras estaciones de ocaso, y acasos también.
Tanto
como sus letras, los espacios en blanco dicen e interrogan a quien
solo aspiraba a leer. A mí, hombre anfibio con medio cuerpo y mente
entera sumergidos en el agua, me agradó sobremanera ese “Naufragio”
que alude a la ventana que pensativa mira hacia el poniente mientras
el horizonte corta un sol sangrante sin remedio.
Es
mi versión del gusto; léanlo a él. La mejor marca de identidad de
un poeta es que viva realmente los versos que nos encarga creer.
Léanlo a él, sugiero a los amigos comunes que me quieran a mí,
pero que, más que a mí, aprecien la poesía.
Ya está. Después de leer al Sexto periodista, que más bien merecería llamarse Primeros, si ahora tú me recomiendas al Sexto poeta tengo el uno para el préstamo del libro, mientras intento crecer yo tras ustedes dos a ver si algún día merezco una dedicatoria así, como la que él te hizo, y com la que nos haces.
ResponderEliminarGracias, Daicar, por acercarte a este maestro mío y de tantos colegas. Él es de la gente realmente buena (en letra y actos) que tiene nuestra prensa.
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