Desde niño las veo: parecen las mismas, una sola parecen, como si cada una no cargara a sus espaldas una particular montaña de agravios, una inédita laguna de llantos, una aplastante avalancha de miradas torcidas, unos ingresos como para ingresar… en un manicomio. Las veo borrar lo feo a mano e irse calladas tras darle luz a este mundo cuando el suyo a menudo resulta ajeno y ficticio para los otros. Y, a veces, hasta se dan el lujo de la alegría.
Pocos quieren reparar en que en
algún sitio ellas son reinas, en que hay un hijo, o dos, o tres, que le tienen
por el espejo de sus vidas y en que algún hombre hallará en ellas los
manantiales irrepetibles de la poesía. Pero lo bello está en ellas, a veces más
prolijamente que en quienes, al sur de aviesas narices, las condenan sin mirarlas.
No hay en el balde que suelen
llevar tintes políticos o geográficos: parece lo mismo en todas partes. Entonces,
yo tengo una rebelión interna por su causa, una conspiración silente y antigua que
jamás ha sido conjurada —jamás podría—, así que cualquiera que se alce por
ellas será mi lugarteniente.
Hace poco me enteré que el nuevo
Gobierno griego comparte tal inquietud: en alguna parte leí que, poco después
de instalarse, Yanis Varoufakis, el titular de Finanzas, anunció que serían
recortados los gastos del Ministerio para reasumir a estas trabajadoras que desde
hacía un año acampaban frente al edificio para recuperar sus empleos.
Desde ese día, aquí, tan lejos
del Partenón, en este mundo caótico que repele lo clásico, me sentí también
ciudadano heleno. Las trabajadoras de limpieza, esas mujeres que no pocas veces
son despojadas incluso del nombre, no merecen menos.
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