Aunque Cuba es ahora un pueblo en negación que no admite la pérdida
física de su líder y que, por primera vez, parece dispuesto a discutir un acto
suyo, la terrible verdad es que Fidel ha muerto. Desde el final de la noche del
viernes la Isla ha sido un silencio sin fondo, un mutismo palpable, una pena
masiva que no apela a palabras porque todas le sobran.
Quizás nunca como en estos días los cubanos, que usualmente
chorreamos frases y ademanes y mostramos, ruidosos, los afectos, nos dejamos
embargar por la contención y el recogimiento y confiamos en los ojos —con un
brillo de variable tsunami— para contar largamente nuestra íntima historia con
Fidel, cada una la misma-diferente.
Pero él está muerto. No tenemos derecho a negarle la muerte a
Fidel Castro. Fidel siempre sabe lo que hace y, como dijo una vez su amigo Buteflika,
va al futuro y regresa y nos cuenta los detalles. ¿Quién se atreve a negar que
sea el caso? Entonces, hay que empezar por admitir que es tan grande, tan
hombre, es tan cierto, que se ha muerto como uno más cuando todos le creímos
eterno.
En abril nos había dado ciertas pistas: «pronto seré ya como
todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno», nos dijo en público en la
clausura del Congreso, pero no nos decidimos a asumirlo. Y cumplió, como
siempre. Se fue un día de noviembre al que le hemos buscado coincidencias como
si ignoráramos que del primer 13 de agosto hasta ahora mismo, él no pudo cerrar
un día sin gloria. En cada fecha zarpaba hacia el mañana.
Murió muy a su forma: no se fue en la fecha decidida en la
agenda del imperio cercano ni en las múltiples veces que carroña vecina lo
anunciara. Nos sorprendió a todos: a quienes le lloramos, lastimados, y a
quienes no tuvieron más remedio que disfrazar con las ropas del odio el miedo
que le tienen. ¡Grande el muerto que en su ruta vital no pierde al adversario!
De cara a esa muerte —que venció antes, mucho más que las 638
veces referidas—, Fidel habrá encarnado aquel si salgo llego, si llego entro y si
entro triunfo con que mostró, del enrole del Granma al «desembarco» triunfal en
plena Habana, que no sabía rendirse. Así que ya sabemos el final de esta salida
suya.
Ha muerto Fidel Castro. Negaríamos su grandeza si lo privamos del nuevo desafío, el de la muerte, nunca último. Esta patria que hoy llora puede hallar un alivio: seguramente en la muerte, invicto, el jefe del Moncada prepara de nuevo la Revolución.
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