Gente desagradecida que no falta en este (Tercer) Mundo dice que lo único que cambió el presidente fue a sí mismo, que olvidó sus promesas de campaña y que apenas se le conoce: así tan duro, tan distante, tan seguro de que todo lo suyo está de maravillas, tan camorrero… y tan blanco.
En un rincón oscuro de Guantánamo los hombres de Barack Hussein Obama imparten a los presos, libre de impuestos, un curso avanzado de submarinismo terrestre. Sólo suspenden aquellos alumnos, musulmanes, por cierto, que incurren en el descuido de asfixiarse.
En su agonía, algunos reos creen que todavía es Bush quien gobierna el universo porque desde su alambrada caribeña la muerte sigue igual: la tecnología de punta es literalmente punzante en los interrogatorios y el pregonero del cambio resultó ser apenas un vaquero negro que paga y cobra recompensas, sostiene el desalme nuclear y conserva la garra en Iraq.
Esto es un trabalenguas: para que el otro no hablara, un B. Obama armado y hablador mató a un Osama B. tan desarmado como aquellas mujeres indefensas que en un septiembre explosivo se lanzaron de dos Torres de humo con miedo gemelo, pidiendo milagros a la gravedad.
Tienen las manos de Hussein el mismo color púrpura que manchaba las palmas de Laden. Y en los hijos del terrorista (Al) caído vivirá para siempre el mismo horror que sufrirán sin descanso los huérfanos en la tierra del “terrorante” que lo derribó, no con aviones civiles sino con helicópteros militares.
El odio hiede igual en cualquier parte. Un negro lampiño y un blanco barbado: dos hombres distintos. Dos hambres comunes. Dos árabes nombres que se tocan. Dos “bienes” tan males que se truecan. Sin embargo no podemos decir que el lóbrego César que padecemos no ha cambiado nada. Recordemos, señores, seamos justos… recordemos que en seguida que llegó a su Cosa Blanca cambió la limosina.
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