Sin protocolos, sin firmar papel alguno, sin calentarnos bajo una misma nube hogareña, tenemos el mayor contrato de copropiedad: él es mi hijo y yo soy uno de sus exclusivos bienes patrimoniales, personal e intransferiblemente suyo. Los dos lo sabemos, pero no hacemos público alarde de ese título, refrendado por genes poco inclinados a la jurisprudencia.
Hasta ahora, Daniel es el único pedido que Dios (oído el enjundioso parecer de Charles Darwin) se dignó concederme. Con 12 años, mi hijo es más hombre que muchos hombres que conozco sin que por ello se niegue el lujo de la infancia ni renuncie al don de la sensibilidad.
Hace poco, cuando fui a hablar con su maestra de un asunto, aquella viejecita que en secreto adoro me confesaba cuánto lo admira. Y yo, que llevaba repleta de cansancios mi carpeta, me di cuenta silente de que la vida es bella pese a que no pocos le quieran desfigurar el rostro.
Dicen sus compañeros de aula que Daniel es un serio ocurrente. Y no les falta razón. Si lo sabré yo... Hace unos cuantos años, cuando él tendría unos cuatro, mi hermano Iván le preguntó cuál era su fruta preferida y él le respondió, con la rotunda convicción del inocente: “¡El bistec!”.
¿Será tan extraño? Mi niño lee libros regordetes, ve muñequitos todavía y prefiere los documentales a las telenovelas. Prefiere los juegos a las fiestas de adultos; los susurros a la algarabía; el consejo al regaño y la amistad al sexo. No es un genio; más bien, un genioso precoz, mas yo no quiero me regale otro prodigio.
Daniel es malísimo dibujando cartulinas, pero a su manera pinta el mundo cada vez que rocía la vida con miradas. Cierta vez, después de reflexionar lo suficiente, me dijo:
―Papi, aquel hombre que vende frutas es negro, yo soy blanco... y tú eres carmelita.
Por como es yo siendo tan él, es que estamos unidos en el color indefinible del amor. No nos importa, para nada, que hayamos olvidado eternamente los contratos.
Y otra gran suerte de Daniel, y también sin contrato es el padre que tiene.. un besi, para los dos
ResponderEliminarDaniel: una bendición darwiniana capaz de proporcionarte la mayor fortuna del mundo y el mejor de los cambios posibles.
ResponderEliminarTu extraordinario sentido de lo paterno me confirma que los padres deberían querer ser como los hijos. Presumo que de Enrique te conviertes poco a poco en Daniel.
Leyéndote, inevitablemente pienso en mi Ana Isabel y mi Alejandro, los niños que aún no se han formado en mi vientre, pero que algún día monopolizarán mis cariños y sin contratos ni papeles me fijarán cuotas de palabras de amor infinitas como las que provoca tu Daniel.
¡Qué bien, Yanetsy, que proyectes esa multiplicación personal que son los hijos! Te deseo que, en ese paso, tengas la suerte que yo.
ResponderEliminarMelissa: Mi religión no va más allá de José Martí y El Principito, pero siento que es bueno tener cerca de nuestros seres queridos la energía limpia de un buen amigo. Gracias, entonces, por tocar a Daniel.
ResponderEliminarAún no he tenido la dicha de un hijo en mis brazos y creo que falta bastante pero cuando leo las palabras que viertes (a diario) en tu Daniel recuerdo a mi madre y mi padre, a mis abuelos y luego pienso en que Dios y Darwin solo coinciden en algo: Crear vida y eso es suficiente. Gracias por tus escritos, como siempre geniales
ResponderEliminarGracias a ti, por compartir esa coincidencia. Crear y creer: ahí veo yo nuestra misión en la tierra.
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