sábado, 9 de abril de 2011

Julio Huelechurre

Entonces yo tenía 10 años y le veía, cada mañana, en los alrededores de la cafetería cercana a mi escuela: sentado en el suelo, los pies cimarrones hinchados de no caminar, perdido en su cuerpo, náufrago de sí mismo, prófugo de su razón. En efecto, todo el churre del mundo parecía repartirse entre su ropa y su piel y aquella voz rota y terca pregonaba por días enteros cualquier frase sin cambiarle un acento de su justo lugar. Nunca supe si desesperaba o conmovía.
 
Los muchachos más grandes, los jodidos que se fingían jodedores, le daban algunos centavos para que él repitiera como un niño la oración encargada. 
Así podía oírse al gran loco, al ceniciento sin princesa en espera, gritar por ocho horas, con envidiable disciplina laboral, que las mujeres de la familia Pacheco no usaban blumers. “No lo usan, no lo usan, no lo usan…” y heme aquí, treinta y tres años después, imaginando sin justicia la atractiva ventilación de aquellas damas. 
 
Pero eso solo pasaba cuando el triste loco vestía de mercenario. Con el tiempo que nos ha caído encima, con la muerte que ha creído esconderlo para siempre, yo lo recuerdo por su frase más suya, la que decía porque sí, sin que nadie le pagara: “¡Dale luz al almacén!”. Cuatro palabras fatales que al buen hombre se le ocurrió pronunciar la noche en que unos ladrones fueron a hacer su trabajo y se sintieron descubiertos por él, que dormitaba ebrio y tranquilo en un rincón. Fueron ellos quienes, a puñaladas, apagaron todas las luces en la cabeza de Julio.

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