martes, 9 de noviembre de 2010

Van Gogh

Esta mañana, en mi áspero tránsito al trabajo, se despertó con mis huesos un deseo: quisiera tener la locura brillante de Van Gogh para pintar a algunas mujeres de estos días.

Cosecharía girasoles de sus cabellos y sembraría en ellos —para aprovechar esa fertilidad que el Cielo les manda por decreto— el trigo que da mi estricto pan o la vid roja (¿acaso podré venderla antes de irme al campo con un revólver en la mano de crear?) que suda el vino que nunca llega a mi mesa.

Le cambiaría el nombre a uno de mis hermanos (Iván, “terrible” cubano, con piel y pelo y risas que nada saben de Rusia) y en adelante le llamaría Theo, para encargarle la promoción de mis cuadros y conseguir que en el siempre caótico mercado del arte nadie los compre hasta tiempo después de mis cenizas.

Quisiera hallar a una Clasina María cualquiera y alojarla conmigo; no importaría su pasado de prostituta ni su embarazoso embarazo, épico poema de versos crecientes y autor anónimo. Aunque su vida haya sido tristemente suya, alegremente de otros, nulamente mía, al menos frente a mi lienzo podría hacer de modelo.

Quisiera invitar a esta casa lejos de Arles, que ni en verano se tiñe de amarillo, a un amigo difícil como Gauguin, que retara mi alma y mis pinceles y de vez en cuando cortara con su daga un pedazo a mi oreja para librarme de escuchar esos pingudos cojones que con la mayor naturalidad del mundo dicen constantemente las hermosas mujeres que yo pinto.   

2 comentarios:

  1. Yo quisiera a veces ser Degas y comenzar a pintar bailarinas...
    Precioso el post.

    ResponderEliminar
  2. Un elogio que agradezco, mucho más si viene de(l) mar

    ResponderEliminar