miércoles, 11 de mayo de 2011

Mi abuela María

En su ocaso, mi abuela María veía mal y escuchaba peor. Una vez me preguntó qué llevaba en la mano; yo le respondí que camarones, para guardar en la nevera de un vecino. Me hizo un pedido inverosímil, así que seguí mi camino con apuro adolescente. Poco después se quejó con mi madre:

—¡Qué muchacho tan malcriado... mira que negarle un caramelo a su propia abuela!

Unos cuantos años después fue que la mataron los agentes secretos. Sí, la mataron unos tipos que en su inocencia senil ella no conocía: los inquilinos de la Casa Blanca, los exquilinos del Kremlin —la manchita (interior) de Gorbachov, las lágrimas en que Moscú tuvo que creer a la fuerza, la hoz torcida y el martillo machacante—, los que se callaron, los que se cayeron, los que las dos cosas, los que al tumbar un Muro fueron al piso por germana inercia, los horrores ajenos, los errores propios y hasta el copón divino, que según se dice también hizo lo suyo en esta Historia.

Bueno… el asunto fue que a ella se la llevó de la vida, a los 97, esa nube oscura y aún palpable que en Cuba llamamos período especial, que se tradujo en su mesa en una frugalidad extrema no aceptada por su cuerpo y protestada por su alma.

Murió lúcida, con unos años de más y unos kilos de menos. A mi abuela no le gustaba nada la poesía; prefería el bistec de vaca y los plátanos maduros fritos a la vera de un oloroso arroz con frijoles y de un refrescante vaso de leche. Esa cuarteta la emocionaba profundamente, pero al final de su tiempo apenas tuvo oportunidad de leerla.

En sus buenos días, ella pudo llamarse Bola de Nieve: era blanca y redonda y bonachona como los copos en distante Navidad. Mi abuela comió mucho, pero trabajó más como una de tantas obreras en el combinado pesquero de nuestro pueblo.

Una tarde, tras previo aviso, el corazón se le fue a la huelga: por casi ciego-sorda que estuviera, por lejana que percibiera la cercanía de sus incontables nietos, no pudo adaptarse a estos tiempos en que casi todos tenemos un bellísimo refrigerador y podemos negociar un caramelo, pero los camarones se los llevó a otra mesa la corriente.

4 comentarios:

  1. Mi abuela María también es blanca. Su dieta es una sopa de palabras que ella misma nos sirve en los pasajes de su historia que no vivimos. Entre cucharada y cucharada vuelve al presente por los trastornos en su ácido úrico. Mi abuela está a punto de padecer la gota y todavía no hemos encontrado el cómo ni el porqué.
    Mila, ¿conserva tu refrigerador mágico la respuesta?.

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  2. En Cuba casi todos tenemos una abuela blanca, otra negra, o tal vez gris. Solemos querer a las abuelas, y bien que lo merecen; por eso nunca se van definitivamente. Mi refrigerador mágico no tiene muchas respuestas que congelar, pero a su manera que es ya la mía, está tranquilo.

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  3. Un poema para tu abuela, aunque no le gustaban y aunque no se llamaba Mercedes. De Carilda, Elegía por Mercedes



    Se llama Mercedes, Y era buena.
    Dicen que todo el mundo la quería.
    Con su sonrisa ajena
    una estatua de niebla parecía.

    Se llamaba Mercedes. Y no existe
    sin su sol capullo de alegría.
    Señor, claro es triste
    este tanto quererla todavía....

    Pero nunca sabré dejarla sola:
    aquí bajo la luz sigo con ella,
    me saluda la piel en cada ola
    y se asoma a mirarme en toda estrella...

    Hasta el llanto que baja a mis rodillas
    es casi necesario...
    Tú sabes: he crecido en sus rodillas,
    y tambien me enseño el abecedario...

    Lo que duele quizá en esta aurora,
    lo que sangra mi voz, lo que me aterra,
    es esto de sentir que a cada hora
    se está volviendo un poco más de tierra.

    La recuerdo dormida en su sillón
    el último verano;
    todavía tenía corazón
    a veces suspiraba con la mano...

    Su mirada venía desde le mar,
    y no sé, a cada rato,
    miraba como mira el azahar:
    con un poco de miedo y recato...

    Se llamaba Mercedes, Y eras pura
    como el blanco cansado de su pelo.
    Andará por Allá con su dulzura,
    saliéndose del cielo...

    Aquí está su reloj, está su armario,
    su vestido de lana para e frío;
    aquí sobra un dedal, sobra un rosario.
    Señor, el tercer cuarto está vacío.

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  4. Gracias por el poema, Melissa, a mi nombre y al de abuela.

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