viernes, 28 de octubre de 2011

Pregoneros

El hombre revolotea y zumba bajo el cielo de su pedazo de ciudad: “¡Miel de abeja, miel de abeja, pa' las niñas y pa' las viejas... miel de campanilla pa' las pepillas...!”, insiste, casi sin voz, añorando que alguien le compre una botella plástica con el elixir ignoto y amarillo.

En otro extremo de Camagüey, un muchachote carga una mochila repleta de adivinanzas azules: “¡El ammmmdorrrr, el ammmmdorrrr....!”, pregona en un idioma único que solo las amas de casa iniciadas en su secta pueden decodificar: vende ambientador, una sustancia para la higiene doméstica que, de algún modo muy suyo, extrajo de un muy ajeno lugar. Su técnica es vieja; la usaron en los '70 del otro siglo, para comunicarse con su público, los rockeros argentinos que no querían que los censores les descifraran los estribillos. Aquí en Cuba, cuatro décadas después, ¡qué bien suena el rock del ambientador!

Mi ciudad tiene también maniseros; uno de ellos es el más autocrítico del mundo: “¡Calientico el maní tosta'o... qué malo está!”, repite mientras avanza en la calle. Pero su honestidad no es completa: no se atreve a denunciar el volumen de sus cucuruchos de papel: ¡Qué chiquitos son...! ¡Qué caros están...!

Un moreno pregona detrás de su carretilla: “¡Naranja dulce.... la naranja del siglo XXI!”, convenciendo a los transeúntes más por perplejidad que por gestión comercial. Y otro mulato, con voz de tenor, pasa cada tarde frente a mi edificio anunciando sus mantecaditos: “¡El suave... llegó el suave!”, vocifera dejando muy mal parado a Plácido Domingo. Y, ciertamente, el suave lo es tanto que, si no se le manipula con cuidado, se deshace en los jugos gástricos de la mano que le compra.

No hay mejor ciego que el que sí quiere vender. El más singular de los pregoneros que he visto viajaba en tren, al menos hasta hace unos años. El tren de Camagüey a Nuevitas es una férrea incomodidad, un trayecto de nosesabes y nosecuándos que yo no sé describir. En él viajaba un cieguito simpático que vendía caramelos caseros: “¡El chuapi chuapi, el chuapi chuapi...! ¡Veintisiete minutos chupando por un peso na' má!”, entonaba con visionaria voz.

Y no importaba que el tren se tomara tres horas de viaje para 75 kilómetros; no cambiaba nada que uno comprara tres o dos, quince o ninguno de aquellos eficaces rompedientes, ni que al final de la línea arribara al destino más rechupado que la melcocha de marras. La voz del vendedor llegaba fresca, poderosa, vencedora, como si, en efecto, apenas hubieran pasado sus veintisiete minutos: “¡El chuapi chuapi...!

13 comentarios:

  1. Me has hecho reír mucho Mila, y recordar otros tantos que para mí son históricos, como aquel de los pasteles de coco que siempre prometía para engatusar "los bajé, si te comes uno te comes diez, y tienen pepegé y saben a bisté" jajajajajaja A ese lo he extrañado mucho, ya no pasa.
    Hay otro que igual merodea mi edificio y cuando lleva mucho rato gritando sin resultados espeta un "Cómprenme coño", que igual es para morirse de la risa.
    Tengo más historias, a lo mejor un día, cuando abra mi blog, te sigo la seña y hago una segunda parte.
    María Antonieta

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  2. ¡Qué bien...! Tus pregones completan mi entrada. Es verdad que son infinitos y ocurrentes. A mí me pasa igual: cuando nadie pasa por El caimán... ruego: "Léanme, coño..." Gracias por no obligarme esta vez a pregonar, María Antonieta.

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  3. Enrique: Me has hecho recordar al pregonero más popular de mi ciudad, que murió hace unos meses. Vendía raspadura y compraba caramelos para regalar a los niños que le compraban. Siempre inundaba las calles con su : "Raspadura con ajonjolí. Qué rica está, yo me las comiera todas". El telecentro provincial le realizó un documental. Un buen cronista de mi ciudad, Yamil Díaz, le dio sus letras. Los trovadores del patio le dedicaron una canción...
    Era sorprendente ver a aquel hombrecito andar por las calles pregonando raspaduras y regalando caramelos. Le gustaba ver reír a los niños. Nunca pudo tener un hijo.

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  4. Jajajajaja. Muchas gracias, Enrique. Acabo de terminar de un cierre bien tenso y me he divertido mucho con tu post.
    En la Villa Azul de los molinos, Puerto Padre, hay un vendedor de turrones de coco que, aun cuando no tiene clientes pregona: "Hagan la colita, que me voy!"
    Desde que descubrí El caimán que no muerde regreso cada vez que puedo. Y lo recomiendo, porque es genial.
    Sldos.

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  5. Genial!!!, muy bueno, me encantó, como siempre... y benditas tus miradas y tus letras, besos inmensos, Meli

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  6. Así es, Leydi. Cada ciudad los tiene. Con ellos crecimos y con ellos, u otros, crecen nuestros hijos. Unos son más pintorescos, otros, ni hablar, pero casi siempre integran el retrato del paisaje cubano. Un beso.

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  7. Liudmila: Te agradezco el comercial. "¡Arriba, tu buen filete de caimán aquí. Cómpralo, que no tiene muela!" ¿Te parece bien el pregón? Un saludo.

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  8. Melissa: ¿Y tú, qué tiras al agro allá en Cienfuegos? ¡Dime que no vendes aunque sea una entradita en tu blog...!

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  9. jajajajjaj, no, no, no vendo, al agro tengo que ir urgente a ver si encuentro tu mango, si no, entonces tendré que cambiarlo por alguna entrada... está difícil la captura del mago!!!, ya en cuenta regresiva.
    Si no lo consigo nos podremos contentar con las palabras y recordar los sabores???, jajajja, besos

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  10. Mila, hace minutos estuve pregonando tu premio crónico en Cienfuegos, para que se enteren los fecaboceros y to' el mundo jajajaja Muchas felicidades, mi tutor genial, no esperábamos nada menos.

    María Antonieta

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  11. Qu'e maravilla, como para el alma divertir!!!

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  12. Gracias por el comercial, María Antonieta. Ese evento y esa ciudad son especiales. Solo ir allá es todo un premio.

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  13. Ma alegra mucho que este post y este blog te diviertan. Para eso los escribo. Gracias.

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