Por
cortas horas he vuelto a mi pueblo, dizque a trabajar. Algo “me
suena”, como decimos los cubanos: el bronce de las pieles, el sol
tomando el sol en los cabellos, los verbos escuetos y afilados con
que cualquiera refiere los asuntos que en otra parte requerirían
largos simposios de académicos.
Me bajo del carro que me lleva y dice al pie un desconocido:
—Oiga, ¿usted no sabe que somos familia?
Al rato me cuenta: él es nieto de Alba, y como yo lo soy de María, resulta que somos frutos paralelos de dos hermanas que ya hace mucho no están para saberlo. Entonces, con mi primo nieto, o mi primo de sexta generación, o mi primo nuevo, hallé parte de los datos que buscaba.
Otra cosa me resulta conocida: el sopor, aquel sopor peculiar que no yo dudo sea mayor que el santiaguero. Y reencuentro la sal que por libras se palpa en el ambiente. A un segundo rato, un vendedor destapa los frascos olorosos de mi infancia:
—¡Liceta, liceta...! -pregona calle abajo, con su cajón a cuestas. Aún me arrepiento de no haberle comprado ese manjar que en el Olimpo los dioses nunca tuvieron cerca. ¡Pobre Zeus, con su imperio tan férreo y su tan débil carta de pescados!
Sigo mirando el pueblo. Algo me “suena”, insistía: mujeres hermosas, niños “bellacos”, tipos rudísimos con shores de muchachos y el tiempo caminando, no corriendo: el tiempo que no corre porque en mi pueblo no tiene nunca apuros.
A poco del regreso veo a mi hermana Marta. La encuentro sudorosa, con una jaba cargada de humildades. Mi hermana tiene la más bella sonrisa de los siete que somos, así que no le cuesta regalarme una nueva. Ella lamenta no tener ni un refresco que darme y yo la calmo: la he visto y me basta, y su abrazo me llena.
Entonces me fui, me vine o ambas inclusive. Por el espejo miré alejarse los cocos de la entrada y navegué en zoom back por fuertes corrientes de recuerdos. Fue así que reparé en cierta carencia, azul detalle, encrespado elemento: no había visto el mar, no había visitado la pobrísima playa de mi infancia, no había curado mi cara con la brisa.
Entonces, de repente, todas las cosas dejaron de sonarme y empecé a preguntarme si de verdad yo había estado en Santa Cruz... o si fue un sueño.
No sé tú, Mila, pero yo fui, como tantas veces, como casi dejo alguna vez que me pelara aquel barbero frente al mar, fui ahora a tu Santa Cruz, al que quisieras tener en tu segundo piso, y al que vamos de vez en vez anclados a la playa única de tus letras
ResponderEliminarGracias, Daicar. Puedes poner esas letras como tu primer post, en el blog que aún no te has hecho. Solo ese elogio hace que valga la pena esta memoria.
EliminarGracias a ti, Mila, con elogios como el tuyo cualquiera se cree cosas... y lo pondré sí, en la parte del blog que vendrá que dedique a los faros
EliminarBueno, así sea. Gracias de nuevo.
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