Con
no pocos malabares logro subir y sentarme en el alto sillón del
limpiabotas. Es un viejo de carnes secas y rostro imperturbable, que
nunca habla. Más de una vez tuve la impresión de que visitarlo era
como hacer un viaje a Comala y que un muerto (¿de la tumba de al
lado?) le hallaba el último brillo a mis zapatos en lo que recitaba
escuetos murmullos pueblerinos sobre las correrías de Don Pedro
Páramo.
Esta
vez es distinto. Por alguna razón, el hombre se decide a conversar.
—Están
terribles los zapatos -saluda irrespetuoso.
—Están...
-le admito antes de explicarle que me los regalaron pero nunca me
dijeron qué piel difícil es esa que no retiene el color ni acata
las órdenes del cepillo.
“Juan
Preciado” cambia el tema:
—¿Usted
se imagina que por esta latica de betún me cobran 18 pesos? Es
chino. Yo no creo que los chinos sean tan careros.
Tampoco
yo, le comento, y él me cuenta que nació lejos, en una finca
plantada entre Cienfuegos y Palmira (¿quién sabe si se llamara La
media luna?), y que los chinos que vio en su infancia eran muy
trabajadores:
—En
un peladero hicieron un pozo... ¡y después a cosechar! Por eso los
chinos avanzan, porque son trabajadores.
—Son
inteligentes -le acoto.
—¡Que
si lo son...! Pero a nosotros nos falta mucho. ¡Es complica'o; hay que
pensar demasiado! A veces me acuesto y me desvelo largo, pensando.
Menos mal que me doy cuenta y ahí mismo paro el reloj de pensar,
porque si no, me fundo. Uno se entera de mucha gente con infartos de
to's tipos. La pelona no entiende.
—No
entiende -concuerdo bajando, con cuidado de espeleólogo, de su trono
de rústica madera.
Yo,
que a veces tengo problemas para apagar mi propia máquina de pensar,
añado otra anécdota a mi cavilación rulfiana. Vuelvo al trabajo
con la mente en China y en Comala. Llego, me siento y miro el
resultado: estampado en los zapatos tengo el brillo de un hombre
solitario de dedos manchados que antes de regresar a su silencio habitual tuvo
el valor de desearme un buen día, aunque a él no se le veía muy
convencido de tenerlo.
Enrique querido, seguro no esperabas este comentario, ni yo hacerlo. Lo cierto es que hoy me he levantado pensando en caimán camagüeyano y me decidí a conectarme y mandarte al menos unas letras cortas.
ResponderEliminarTu texto es precioso, lo que no es ninguna sorpresa —es la marca de calidad a la que uno sabe que se enfrenta cuando visita tu blog—, y me recordó alguno momentos en los que creo conversar o ver a alguien fugado de los sueños de Rulfo o de Onelio, gente tan realy fantástica, tan naturales, que parecen fugados de leyendas. Me encantó tu Juan Preciado...
Nosotros por acá bien, intentando ser feliz, o siéndolo por encima de todo, entre mil asuntos de trabajo, escuela y familia. Pero felices y saludables —nosotros—.
Espero que hablemos pronto, se extraña tu voz...
Jesús, que llegó mientras escribo, me apura y te manda abrazos. Con los de él, los míos...
No, Anays, este texto no tiene otro valor que haber traído las palabras de ese limpiabotas. No quise que se perdieran como el brillo de mis zapatos, que en uno o dos días desaparece. Hay mucha ente así, triste y cavilosa, que merece ser atendida. Mientras lo hago complace contar con los afectos de ustedes. Claro que hablaremos. Dos abrazos.
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