He
llegado a pensar que, como el diseño de arabesco de nuestras calles
coloniales (según la leyenda), la recepción está ahí para
perdernos, para que nunca lleguemos al objetivo o, en el peor de los
casos, para propiciar que seamos emboscados.
Si
un día me ofrecieran un papelito en una producción hollywoodense,
me conformaría con ser filmado en un buen set hospitalario (¿qué
tal crear un Doctor Jau?) en el cual vestir elegante camisa de fuerza
y gruñir hasta los créditos finales este profundo parlamento:
—I
hate reception desk!, i hate reception desk...!
Mis
expresiones facial y corporal serían tales que muy probablemente me
dieran la estatuilla. O el ingreso médico real.
No
es para menos. Son muchos años sentado en vano en la esperanza de
una apreciable mejoría en el asunto. Les cuento: ayer traté de ver
a alguien de una empresa respetable y a la recepcionista,
muy ocupada ella en una
charlilla personal, casi se le parten las mejillas por la contracción
con que encaró —nunca
el verbo me resultó más ajustado—
las “Buenas tardes” que malgasté en su nombre y que ella no
admitiría responder por nada del mundo.
—¡Dígame...!
-ordenó a secas la mujer, mas yo enmudecí, y no precisamente
emocionado.
Hace
poco, en otra instalación muy bien considerada, esperé por otra
persona en una recepción dominada por el cigarrético humo de dos
trabajadoras. Una de ellas, en una compleja operación laboral,
limpiaba el piso con la misma vehemencia con que ensuciaba el aire. Y
siendo justo, he de reconocer que era igual de efectiva en ambas
cosas.
Anécdotas
van y anécdotas vienen. Yo no sé cuántas, pero son muchas.
Recepciones que desconocen las letras de la cortesía, donde muchos
gritan, donde tantos saltan. Usted entra al local y se encuentra a un
fulano sentado en un buró, o si pretende hacer una pregunta tiene
que esperar a escuchar la versión contada del último capítulo de
la telenovela que, ingenuamente, pensaba haber evadido.
Hay
de lodo en varias recepciones: los anfitriones bloquean la puerta con
su tertulia y el visitante pasa apuros para entrar. Una vez dentro,
al arriesgado le puede resultar difícil alcanzar plaza en una de las
butacas de espera porque suelen estar ocupadas por aquellos que, se
supone, están en horario laboral.
He
ahí un detalle interesante: no es extraño que la parte ociosa del
colectivo salga al recibidor, a exhibir su falta y lastrar con su
ocio la imagen de la plantilla. Ya instalados, hablan con todo
desenfado, delante de quien sea, el tema más soez o truculento. ¿La
recepcionista? ¡Pues claro, ella está a cargo en su puesto,
moderando la charla!
Por
la sustancia de sus palabras, dignas de engrosar la tabla periódica
del amigo Mendeleiev, una recepcionista con teléfono puede resultar
un arma química (ojalá las potencias bélicas del mundo, tan
empeñadas ahora mismo en medir fuerzas, no tomen nota de este post).
A mí me han dicho “mi amor”, “papi”, “mi niño”, o por
el contrario me han dado un auricularazo tremendo. Y del tuteo, ¿qué
decir? Es Ley creída aunque naciera sin referendo.
A
veces, por error, uno amanece inteligente y se da cuenta de que en
más de un sitio la recepcionista es la verdadera jefa del jefe, a
juzgar por la manera en que manda y “poncha” los contactos como
mismo poncha una línea de la pizarra telefónica.
He
llegado a entender que mi analogía de la mala recepción con las
calles puede ser, como probablemente sea la interpretación popular
de la trama urbana de Camagüey, fantasía pura. Si a los corsarios
Henry Morgan y Jacques de Sores se les ocurriría regresar en el
tiempo y atacar las recepciones de Camagüey, seguramente los
asolados serían ellos.
Quién
sabe si estos locales no pretendan perdernos, quién sabe si es lo
contrario y en realidad la recepción ineficiente está ahí para
ubicarnos, para decirnos claramente adónde hemos llegado y
retratarnos con pincel fino la indolencia que nos aguarda pasillo
adentro.
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