Acabo de regresar de la conferencia de prensa que
dio el embajador de un país del primer mundo. Todo muy bien organizado —¡no
faltaba más!—: inicio en tiempo, información sustanciosa, concreción temática y
un diplomático, con saco y sin él, que se mostró como un tipo afable que abordó
con buena energía el tema central de su charla.
Hubo en sus anuncios varias noticias que publiqué en
otra parte, pero aquí quiero detenerme en un detalle de esos que uno no escucha
todos los siglos. Resulta que la conferencia se llevó a cabo en un hermoso
edifico de La Habana Vieja que el país del disertante ayudó a rescatar de las dos
gravedades (la cubana, primero, y la de Newton, después) y, terminada la
velada, otro diplomático me explicó que, para ayudar en la restauración del
inmueble, desde su lejana capital mandaron nada menos que a un… ¡especialista
en termitas!
¿Se imaginan ustedes? No pude menos que pensar que profesional
semejante tendría más público en La Habana que The Rolling Stones. Especialista
en termitas… ¡Quién hubiera estudiado tan glamorosa carrera!
Si tal enviado especial —que se me antoja imaginar
con traje y espejuelos oscuros, un cable en la oreja, tres doctorados en
patadas y equipado con un detector especial para saber dónde su víctima pone el
huevo— es de verdad profesional en termitas, debe tratarse del mismísimo
Terminator.
«Ah —pensaba yo mientras el diplomático me
explicaba con solemnidad europea la tarea del susodicho— si yo aprendiera a
ordenarle a un comején criollo: «¡échate!», o «¡este es el periódico que te
puedes comer!», o «¡tráeme la pelota de cedro!», o «¡busca en el librero el
huesito de caoba que compré para ti en la juguetería de mascotas en divisa…!».
Pero no… apenas soy un simple periodista, inscrito por
debajo de la termita en la cadena alimenticia, y no tengo ese poder. Mi
capacidad de exterminio en masa no va más allá de liquidar a chancletazo limpio
un par de cucarachas cuando el operativo petrolero contra el zika marea a los
insectos incorrectos por estar fastidiando en el sitio equivocado.
De regreso a sus redacciones, los colegas se veían
contentos: llevaban en agenda una apreciable información de índole diplomática.
Yo me quedé un poco más, atónito, mirando a lo alto las sólidas vigas de la
madera pintada de azul que un europeo desconocido, que de seguro no sabe
español y mucho menos entenderá los gráficos conjuros cubanos, salvó
para siempre del polvo sin echar mano a gallina negra ni a paloma blanca, probablemente
con una fórmula especial cuya consecución a toda costa —tal vez en trueque con el Vampisol de Juan
Padrón que dio la libertad del día a los vampiros— debería convertirse en meta priorizada
de nuestros negociadores.
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