Un viejito, me avisan, pregunta por mí a la entrada del periódico. Voy a verlo: es Tomás. Acabo de publicar un trabajo sobre la Escuela Vocacional de Camagüey mezclando recuerdos de mi paso por allí con orgullos por la entrada de mi niño, y Tomás va a verme, encorvadito y altivo, porque dice tener una duda.
Tomás fue el segundo en la lista de profesores de la Vocacional de inicios de los ‘80 que mencioné en mi crónica. Delante del suyo, solo escribí un nombre: Erlinda. Erlinda y Tomás, los profesores más veteranos de entonces, siempre honrados, siempre honrosos, siempre sencillos y humanos. En las fechas hondas, ambos vestían impecable dignidad florecida en sus medallas.
—Erlinda murió, y también Mariano, pero los otros están vivos –me explica en lo que añade detalles de algunos de ellos.
Antes de que la pena se pose en el sofá, aquel anciano que nunca me dio clases pero que jamás me negó ejemplo, me pregunta con cara de niño de dónde saqué los datos: “Es la vida en mi cabeza; no hizo falta preguntar”, le explico.
Entonces, a sus ojos vuelve la chispa del maestro y sonríe, por un instante sonríe y su rostro adquiere esa luz que no debiera faltar nunca en las personas que han enseñado, pero que en su cara no sugiere permanencia.
Parece que mi estampa alumbró pedazos entrañables en biografías ligadas a nuestra escuela. Como si ejecutara el regreso del padre pródigo, Tomás me revela que el 18 de septiembre cumplirá 88 años, que vive en la calle San Esteban, que allí tengo mi casa...
Al ratico el anciano anuncia su marcha: Le acompaño a la puerta y sostengo con celo de cirujano su espalda arqueada bajo la camisa ya no del todo limpia y ya del nada impecable.
El viejo Tomás me contagió su soplo de emoción y por puro milagro escapé al mimetismo de dos lágrimas que quisieron asomar de sus ojos solo para conocerme. Le di un abrazo de fortísima mesura y lo vi marcharse calle arriba por la rota acera de Cisneros mientras me dejaba la única pregunta mala que le he escuchado:
—Vine porque quería saber cómo era posible que un alumno se acordara de mí.
Hola Enrique, quiero decirte que te leo. Hace un tiempo comenté pero ahora que soy periodista graduada también quería hacerlo. Muchas gracias por lo que nos das. También tengo un blog, pero recién estoy iniciándome en estos traumáticos universos de catarsis y otros sentimentalismos a los que no soy ajena, por supuesto.
ResponderEliminarSí, Liz Beatriz, otra vez comentaste y me alegraste como ahora. ¡Qué bueno que te hayas graduado! Aqqí tienes mi blog, mi apoyo, mi amistad. Tu escoge. Gracias. Un saludo.
EliminarMila, al profesor Tomás no hay quien le quite el derecho a clase. Vino a darte otra lección, aunque tal vez para él aquellos días del aula fueran vivencias lejanas. Esa tarea de seguir que nos han dado los maestros, no siempre la gratificamos con un recuerdo, con una mirada a atrás. Con el tiempo priorizamos a otros profes, quizá por pensar que para los anteriores solo fuimos un estudiante más. Quizá para él hubieras sido uno más, a fin de cuentas nunca dijo tu nombre cuando pasaba la asistencia; sin embargo, a través de ti ha regresado a la Vocacional, ha lustrado el pizarrón, ha vuelto a ser Tomás.
ResponderEliminarSí, Yanetsy, todavía pienso en su visita y me emociono. Esta es la gran fortuna de escribir, que aun lleno de problemas puedes honrar a gente buena. Tomás es de esos, de los buenos que se nos van en el mayor silencio del mundo. Todo el que enseña con amor merece un altar.
EliminarMila: Me hiciste recordar a muchos Tomás, esos que han dejado sus huellas en nosotros y no siempre llegan a saberlo.
ResponderEliminarDesgraciadamente pasa eso en no pocas ocasiones: el olvido es lo que más acompaña al jubilado, al retirado, porque vivo o no dejamos que el silencio los deje atrás, una verdadera injusticia cotidiana.
Tú tuviste el privilegio de hacer revivir en Tomás esos días que, quizá, ni él mismo sabía entonces eran tan importantes para alumnos sensibles como tú, pese a no pasar por su aula.
Sí, Cuqui, cada viejito de eso es un puntal que no debíamos dejar caer. Los que nos preocupamos por educarnos tenemos una deuda inmensa con los buenos profesores. Ojalá tú y yo, y otros, pudiéramos poner en el lugar que merecen a todos los Tomás de Cuba.
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ResponderEliminarMilanés cuando uno escoge ser maestro en la vida, nunca deja de serlo .Lo mejor que tiene esto es cuando ya no estás en el sector y algún joven te para en la calle y te dice tú fuiste mi maestra, eso es emocionante, te lo digo yo que me pasa a cada rato y algunos han crecido tanto que ni te acuerdas de ellos, pero ello si de uno. Gracias.
Sí, imagino que así sea. Yo, que no soy maestro de nada, aprecio el respeto que significa que algún estudiante le diga a uno "profe".
ResponderEliminarWao ¡qué lindo! Preciosas palabras... Por poco quien deja escapar dos lagrimones al leer fui yo. Suerte la de quienes hemos tenido profes así, ejemplos del buen hacer, lecciones de vida. Un besito
ResponderEliminarGracias a ti, Yaima. Así como a Tomás le hace falta aclarar esas dudas, a nosotros nos hacen falta afectos como el tuyo para entender que aun vive en la vida eso que como flor extraña cuidamos en el pecho. Un beso.
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