martes, 21 de septiembre de 2010

Creyentes

A sólo unos pasos de ellos, el caballo de bronce de Ignacio Agramonte devora el tiempo como si fuera metálica hierba. Los dos muchachos creen que acaban de inventar el beso lingüístico y se apresuran a patentarlo con disciplina académica, paciente y públicamente, bajo la espada del héroe que se llevó a la tumba los secretos de los labios de su Amalia.

Un turista revolotea por allí. Tiene una malformación en el hombro… no, es una cámara. El hombre blanco cree que acaba de descubrirnos, de descubrirlos, y comienza a grabarlos con asombro llegado de la mar océana, torpe e indiscretamente, frente a los ojos de transeúntes que no comprenden cómo el dinero a veces tiene tanta indigencia de sentido común.
 
Tendrá unos ocho años. El niño lleva sus armas de plástico, desenvaina y corta el aire mirando de reojo al rígido General montado en el caballo. Cree, el pequeño, que un buen amigo suyo llamado Julito Sanguily fue secuestrado por muchísimos malos y se dispone a salir a rescatarlo. No importa que en el lance apenas le acompañen 35 amiguitos de la escuela.

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