viernes, 12 de octubre de 2012

Un mechón


En los '90, cuando en Cuba la luz era casi un privilegio diurno, Dios o alguno de sus funcionarios se acordó de mí: me otorgó un mechón de canas para que conjurara en las noches aquellos apagones que, cual agujeros negros, tragaban para siempre la menor claridad.

Pelo a pelo, aquella estrellita fue consolidándose en la alambrada de mi cabeza hasta formar esta isla con franja de arena que, a falta de méritos, me distingue entre los siete Milanés León.

Las canas me dicen que voy llegando a viejo sin pasar por Diablo, pero de vez en cuando, en una estación del camino, me regalan alguna vivencia curiosa. Yulennis, una vecinita de diez u once años, me comentó el otro día que su maestra tiene un cayo de canas igualito al mío; luego se me quedó mirando, presa de una duda inmensa que amenazaba explotar su delgado cuerpecito:

—¿Y eso... no te pica?, -preguntó.

A esa hora traté de explicarle que no, que era cosa apenas del color del pelo y no afectaba la piel. Pero ya se sabe: nada hay tan temible como la pregunta de un niño. Desde esa tarde, siento tremendos deseos de rascar mi mechón.

4 comentarios:

  1. Mila, nunca un ser tan especial como tú pudiera ser Diablo, tú eres pura luz... mariposas

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    1. ¿Lo de la luz lo dices por la fotografía...? Gracias por acompañarme en esta anécdota de barrio.

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  2. Las mejores cosas nacen en el barrio, amigo, brotan espontáneamente y las hacemos nuestras, un privilegio de quienes tenemos esa rara virtud de juntar hilos de las vivencias humanas, gracias por este pequeño gran cuento.

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  3. Gracias, José. Coincidimos en eso: la raíz de los pueblos está en los barrios. Un abrazo.

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