Hasta finales de los ‘70 yo iba a aquella tienda una vez al año: siempre a inicios de julio, cuando después de un democratísimo sorteo en la bodega a la vista de todos los vecinos, mi madre nos llevaba, por fin nos llevaba, a comprar juguetes según el número que nos había tocado en suerte. Nunca alcanzamos un turno “bajito” que nos permitiera llevar a casa una de las tres o cuatro bicicletas que vendían por año, pero jamás nos faltó un juguete atractivo: chinos, japoneses, soviéticos… el mundo cabía en una vidriera. Y después era cosa de ponerse a jugar, todos los fiñes juntos, sin exclusiones.
El tiempo, que me regaló unas canas que jamás le pedí, hizo lo suyo. Los niños de hoy nacen con 13 vacunas aseguradas que les evitan enfermedades ya desterradas y ahorran a las familias lágrimas incalculables que nunca hacen falta, mas los peques, que siempre son sinceros, no pueden decir que alguien les garantice un juguete barato, de manera que el sorteo actual es de otro tipo: quien tenga más, comprará aparatos de fantasía a sus muchachos; quien lleve menos, tendrá que enseñarles temprano a cantar la ronda de la resignación.
Pero esa es otra historia. Voy a seguir con mi tienda, aquel local desvencijado, que jamás nadie se ocupó de pintar, era para muchos de nosotros el más hermoso del planeta Juego. Mis carros de cuerda, mis barcos, mis pequeñas granjas y mis pistolas salieron indefectiblemente de aquella vetusta casona de dos pisos plantada al borde del mar.
Solo cuando crecí alguien me contó los detalles. En su juventud, mi tienda había sido una dama heroica. Así, con su estampa modesta, con su piel quebrada y su vocación de anciana dadivosa con los niños, ella fue el único inmueble que quedó en pie cuando el terrible ciclón de 1932 marcó en Santa Cruz del Sur la peor tragedia natural de toda Cuba.
Fue una mañana como la de hoy, 9 de noviembre. La tradición hace que los santacruceños desfilen ese día hasta el cementerio del pueblo en continuado homenaje a los más de 3 000 muertos. Yo no he marchado; nunca he estado allá para esta fecha. Generalmente, como hoy, ando en asuntos menos luctuosos en la muy mediterránea ciudad de Camagüey, pero aun aquí, a 80 kilómetros de mi mar, pienso en la tragedia.
En días como este rememoro, tanto como a las víctimas de carne y sueño, a esa otra mártir de madera que cayó muchos años después, fulminada por los vientos del abandono: mi tienda de juguetes, la casona curtida que olvidó sus dolores de solitaria sobreviviente para vacunar a los muchachos de mi época con 13 ámpulas de alegrías que duran toda la vida.
Me ha llegado hasta el tuétano esta historia del alma, no importa la saciedad o la orfandad de cada época, somos lo que hemos recogido de tales tiempos, y sin embargo vamos, como en todo mundo, como en todo pueblo, coloreando los días.
ResponderEliminarJosé: Unas gracias largas por tanta fidelidad a mis letras. Usted viene de vez en cuando y me renueva afectos respetuosos que reciproco siempre. Hay que escribir de esos amigos que uno no ha visto pero están ahí, abrazando la misma sensibilidad humana. Un abrazo.
ResponderEliminar¡Que bueno! Me hiciste recordar aquella noche de las rifas para comprar juguetes que quizás eran las más esperadas cada año. Las rifas eran casi siempre en las noches e incluían una larga y excitante cantidad de detalles que exaltaban a cualquiera. Recuerdo que los números se rifaban por núcleo familiar lo que quería decir que solo obteniendo los primeros tres puestos comprarías los mejores juguetes: bicicletas, patines, muñecas, etc. Porque habían núcleos de 5 y hasta de 10 niños menores de 13 años que era la edad límite. Pero casi todos los niños cubanos soñábamos aquella noche como en la película Charly en la fábrica de chocolates, en obtener ese primer lugar que nos haría famoso en el barrio por unas horas.
ResponderEliminarIndudablemente que a la bodega de tus primeras ilusiones le ocurrió lo que no fue capaz de hacer el malvado ciclón. No hay nada más injusto que dejar a un niño sin juguete.
Sí, son pasajes interesantes que, por poco escritos, no dejan de ser parte de nuestra Historia. Tanto como aquel ciclón demoledor. Como escribí, yo nunca fui de los de números bajitos, pero fui afortunado, como todos los niños cubanos que en esos años inundábamos julio con juguetes nuevos.
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ResponderEliminarEstupendo tu blog, creo que me has hecho recordar muchas cosas de mi infancia, como por ejemplo el terrible momento de vacunarse, Un saludo
ResponderEliminarGracias, Ali. Parece que compartimos la adversión por las vacunas. He escrito más de un post sobre asunto tan agudo. Un saludo.
ResponderEliminarYo no supe de rifas, nací cerca a los fatídicos 90, pero sí sé de desfilar al cementerio cada año para recordar la tragedia, sé que mi bisabuela lo perdió todo menos a sus 4 hijos, y también sé que Paloma años después no puedo llevarse una sola vida santacruceña, felicidades por recordar las raíces, es bueno saber que las luces camagüeyanas no han deslumbrado a un santacruceño con olor a mar.
ResponderEliminarNo, no hay luz que oscurezca la raíz. Y toda la gente de nuestro pueblo está signada, creo yo, por el bien del mar y el mal de los ciclones. Entre uno y otro hemos crecido. Y seguiremos. Gracias. Un saludo.
ResponderEliminarUn hermoso homenaje este post... digno de ti.
ResponderEliminarGracias, Mar. Te lo regalo.
EliminarPara mis hijos es un drama tremendo tener que vacunarse
ResponderEliminarBueno, si tengo que serle sincero debo reconocer que para mí también. No sé qué espera la ciencia para librarnos de esa tecnología.
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